Llamémosles caminos, llamémosles señales, tal vez casualidades… El caso es que desde hace más de 40 años la vida me llevó hasta ella, hasta Sor Juana de San Antonio, de muy diversas formas. En la imagen superior, parte del cuadro del Colegio Silíceo, en el que está representada la Virgen tocando con su mano la cabeza de una de las Doncellas Nobles. Esta niña, como nuestra Juana de San Antonio, quería ser monja.
La primera vez que tuve conocimiento de su existencia fue cuando un familiar, paseando por Toledo, callejeando para descubrir curiosidades, nos condujo hasta la fachada del Convento de Santa Isabel de los Reyes, para mostrarnos la placa de mármol de Sor Jerónima de la Asunción. «Esta placa es de la Madre Abadesa con la que una paisana nuestra cruzó el Atlántico y después el Océano Pacífico, siendo la primera novicia en Oceanía». La información me dejó perpleja, porque lo desconocía. Y se quedó ahí, en algún lugar de mi memoria. Fue la primera vez que llegó a mí, o que yo llegué a ella, Sor Juana de San Antonio.
La pequeña placa de mármol, que es anterior a la Guerra Civil (tal vez por ese motivo fuera tan pequeña y austera, el ayuntamiento toledano no estaría para grandes dispendios), reza así: Calle de la Venerable Madre Jerónima de la Asunción Ilustre Hija de Toledo primera misionera de Oceanía †1630-1930. Se colocó con motivo del tercer centenario del fallecimiento de Sor Jerónima de la Asunción, que dejó este mundo en olor de santidad, el 22 de octubre de 1930 en Manila. En ese momento yo era una adolescente veinteañera.
Algunos años después, cuando ya había acabado la carrera de periodismo, y cuando trabajaba como redactora en la revista «Cómplice», de la Editorial Sarpe, más tarde Axel & Springer, el corrector de estilo me dijo «estoy leyendo ahora mismo un capítulo de una paisana tuya«. Las editoriales contaban hace años con esa figura, la del corrector de estilo, persona que leía, puntualizaba correctamente, en una palabra corregía, todos los textos antes de pasar a fotomecánica. En los tiempos muertos, durante su trabajo en nuestra editorial, nuestro corrector de estilo leía textos del Episcopado y de alguna editorial católica. En ese momento tenía en sus manos el libro que incluía el que ha sido el primer capítulo dedicado a Sor Juana de San Antonio en la historia actual. Era y es «Escritoras clarisas españolas» de la Biblioteca de Autores Cristianos, cuyo volumen se mandó imprimir el 30 de septiembre de 1992.
Me levanté como un resorte hasta la mesa del corrector (José Honorato Martínez), e hice fotocopias. Quiere decirse que yo, un mes o dos antes de esa fecha, antes del 30 de septiembre de 1992, había leído el capítulo dedicado a mi paisana, antes incluso de estar publicado el libro. Una grandísima casualidad, no puede negarse. La autora del libro es Mª Victoria Triviño, clarisa en el convento de Santa Clara de Balaguer (Lérida). Nacida en Zaragoza, estudió Magisterio, Teología y Franciscanismo. Prolija escritora, como lo fue Sor Juana de San Antonio, tiene treinta y siete títulos publicados y numerosas colaboraciones. Entre sus obras destacan este mismo «Escritoras clarisas españolas. Antología«(Madrid, 1992) y «La vía de la Belleza. Temas espirituales de santa Clara«(Madrid, 2003).
Confieso que guardé las fotocopias, y que a veces las perdía entre tantos papeles y libros como hay por casa. En ocasiones me aparecían de nuevo por algún cajón, las volvía a perder de vista… Así hasta la actualidad, que las tengo ordenadas en uno de mis archivadores de Sor Juana. Y también están debidamente escaneadas.
La tercera casualidad es todavía más llamativa, en medio de un ambiente lúdico festivo. Uno de los días en los que acudía a un evento de tarde, en un restaurante por la zona de Arturo Soria, en Madrid, entablé conversación con una periodista que en ese momento estaba sola. No sé de qué manera terminamos por hablar de Toledo y de monjas, entre canapés y cervezas. Tal vez porque me preguntase de dónde era yo… Entonces yo debí decirle que era toledana y ella me preguntó si yo no sería, de Cubas. Siguió hablando conmigo y me contó que ella era muy devota de una monja clarisa del pueblo toledano de Cubas de la Sagra.
La monja en cuestión era Sor Juana de la Cruz, la Santa Juana. Yo había olvidado quién era esta monja (posiblemente la habría estudiado en Historia o/y Literatura) y ella me dio una serie de pinceladas. Me contó que era muy milagrosa y que ella -la chica que acababa de conocer- tenía un «rosario de los tocados» de esta monja. Me dejó asombrada. Dijo que lo había tenido perdido durante mucho tiempo, alguien se lo había regalado. Justo hacía muy poco, lo había vuelto a encontrar de nuevo, bajo la alfombrilla de su coche. Pensaba que el hecho de recuperarlo era algo un poco asombroso. Continuó contándome la historia de esos rosarios guardados por la Santa Juana en un cofre, y que su Ángel de la Guarda subió al cielo. Cuando aparecieron en el cofre de la monja de nuevo (antes habían desaparecido), obraban milagros. Yo no sabía nada de esos rosarios. Y le dije que me gustaría ir al monasterio de la Santa Juana en Cubas, cosa que haré en cuanto pueda. Lo tengo pendiente.
Lógicamente le conté que casualmente yo me encontraba en ese momento estudiando la figura de otra monja clarisa, nacida en mi pueblo, y llamada Sor Juana de San Antonio. ¿Queréis saber cómo se llamaba el restaurante dónde estábamos? En condiciones normales, el lugar no tendría ninguna importancia para este relato, para estos hechos. Creo la tiene en este caso porque, casualmente, la cosa va de casualidades, el restaurante era y es La Misión. Yo esta estudiando en ese momento a «mi monja«, que fue una gran misionera.
Semanas después de este encuentro, dado que yo seguía investigando la figura de Sor Juana de San Antonio (tengo carnet de investigadora de la Biblioteca Nacional, incluso), descubro que la Madre Abadesa, Sor Jerónima de la Asunción, y el resto de las fundadoras del nuevo convento de monjas clarisas en el siglo XVII en Manila, llevaron consigo algunos de estos rosarios milagrosos y «tocados» de la Santa Juana, del Monasterio de Cubas. No salía de mi asombro. Justo «mis monjas» llevaban los rosarios milagrosos de los que hablamos en ese evento de gastronomía. ¿Casualidad? Pues bendita casualidad.
Así es como he llegado a la conclusión de que todos los caminos me llevaban y llevan a ella, a Sor Juana de San Antonio. Señales he tenido. Y también creo que fue ella, mi paisana, la que mientras yo tenía puestos mis ojos en ella me trajo a la mente, el hecho de que en el pueblo había existido otro religioso, del que en ese momento yo no sabía nada. Fue un flash lo que me hizo pensar en él, cuando la estaba investigando a ella. Y en menos de medía hora descubría que Fray Miguel Antón, el «Padre Chozas», a quién teníamos perdido en la Historia, era uno de los 5 Mártires de Georgia.
Si llegué hasta él, fue porque el único desvío que me permitió Sor Juana de San Antonio, del camino que me llevaba siempre hasta ella, fue para llegar antes, en realidad «colándose» con su permiso, hasta la figura de nuestro paisano, Fray Miguel Antón.
Así fueron las cosas y así os las he contado. O mejor dicho en este caso, así fueron las señales, así fueron las casualidades, y así os las he contado. No quiero olvidarlas. Por eso, escritas, quedan.